CAPÍTULO 1
DESTRUCCIÓN

La aldea Zsam-jara pertenecía al reino Rambal, gobernada por su rey Beckarjam Rambal y su segunda esposa, la Reina Aixa. La aldea se encontraba un tanto alejada de lo que sería el centro poblacional del reino, sin embargo, esto les había permitido mantener una estable vida, tranquila, pacífica y sin graves problemas. Aun así, la gente se complicaba día tras día su vida con problemas que resultaban ser burdos y tontos y que en la medida de lo posible se resolvían con una simple charla o unos cuantos puñetazos. Por su misma lejanía del palacio Rambal, las leyes que regían el orden público o el comportamiento como sociedad estaban desgastados, pues nadie hacía que se cumpliera el requisito de la ley y por la ausencia de soldados o de emisarios del rey, las personas en incontables ocasiones ejecutaban su propia ley. El pueblo no era rebelde, sino desorganizado. Cada quien tenía su propia ley y eso les hacía marcar su territorio y su “gobierno”, pero eso iba solo en ocasiones, porque a pesar de su desorganización, eran solidarios y siempre que el rey los convocara para algún asunto, siempre estaban ahí, del mismo modo en que cuando necesitaban en raras ocasiones de la ayuda del rey, ellos acudían a el y él estaba ahí para ellos.
Esa misma tarde, el pueblo se reunía en la plaza central. Agradecían al Todopoderoso los beneficios obtenidos durante los primeros seis meses del año y hacían ofrendas para que el temporal de lluvia y los siguientes seis meses fueran excelentes. Y ahí estaban, momentos mas tarde toda la población reunida.
Una gran plaza se alzaba a lo que era el centro de la población, con cuatro árboles gigantes en cada una de las esquinas del lugar. Al centro de esta había una fogata que ardía vivamente y alrededor de ella, decenas de danzantes bailaban, iban vestidos con muy pocas prendas de piel y adornados con joyas en el cuello y brazos, además de unos penachos tan grandes casi como el que portaba cada uno de los miembros de la danza. A un lado de los danzantes, estaba el grupo, compuesto en su mayoría por mujeres, que tocaban desde tambores y cítaras, hasta extraños potbordús diseñados con cientos de colores alrededor. El baile era tan rítmico, que hasta el resto de la población que se encontraba en el lado opuesto al grupo de músicos, bailaba y seguía su ritmo con las personas que estaban al lado.
Y así comenzaba lo que era El Festival del Agradecimiento.
El Festival del Agradecimiento era una tradición muy peculiar del pueblo, pues solo se hacia dos veces al año, y en cada una de estas veces, la participación de las personas era notable y asombrosa. Parecía que era para lo único que podían ponerse de acuerdo y organizarse, pues en el evento se encontraba de todo: ofrendas hechas con los frutos obtenidos durante las cosechas; grandes canastos llenos de pan que los panaderos otorgaban como regalo y señal de su agradecimiento; cantidades inimaginables de comidas hechas por las mujeres del lugar, que incluían desde asado de res y cordero, hasta pollos, pavos o pescados, todos creados de distintas maneras y que despedían olores exquisitos, que llegaban al olfato de los niños que jugaban mas allá de donde los danzantes y corrían con sus madres a pedirles algún guiso; mesas de juego donde los jóvenes se entretenían con recipientes de madera y trataban de encajar una punta afilada en el centro; y para los mas adultos, los ancianos del pueblo, había zonas especiales donde podían observar claramente el festival, pues se les otorgaba un lugar importante ya que luego de concluido el ritual de la danza, les tocaba el turno de contar y transmitir como se fue formando la aldea de Zsam-jara y los cambios importantes que había tenido a lo largo de su creación.
Era en este momento donde hacían su participación, pues el rito de la danza había concluido. Todos los habitantes dejaban sus asuntos y se reunían cerca de los ancianos, cuidando de no acercarse mucho al fuego, que aun estaba muy fuerte.
Y se puso de pie entonces el más anciano, todo el pueblo callado, miraba expectante al anciano, esperando a que dijera las palabras con las cuales iniciaría el legado de la formación de un pueblo. El anciano, con ropas altamente confeccionadas para la ocasión, un bastón de madera blanca en la mano izquierda y un penacho con piedras preciosas, levantó la mano libre para calmar a la multitud y miró al cielo. No pudo comenzar a hablar…
Dos horas de cabalgata llevaba Jehán cuando por fin divisó la aldea, tranquila y apacible. El aire fresco de la tarde y algunas nubes negras incitaban a que fuera más de prisa, pues parecía que esa tarde sería la primera del temporal de lluvias.
Jehán era un joven de veintitrés años, huérfano de padre y madre. Vivía en casa de sus próximos parientes, una hermana de su madre, la cual lo recogió a los cuatro años cuando los padres del muchacho murieron debido a una extraña enfermedad desconocida. Tranquilo, noble y sensible, Jehán creció rodeado de grandes personas que le brindaron cuanto pudieron; y ahora, diecinueve años después, él les regresaba de cualquier manera posible todo el apoyo y el cariño que le dieron cuando lo necesitó y mas aun ahora que entendía las circunstancias por las que había pasado.
Dedicado a ningún oficio en particular, pues hacía cuanto le pedían y explorador de zonas agrestes y desconocidas por pasatiempo, Jehán era un joven apuesto, moreno, de cabellos lacios mal cortados, ancha espalda y abdomen liso, cuerpo bien desarrollado dado las labores rudas a las cuales estaba acostumbrado, piernas y brazos fuertes que le merecieron haber sido enseñado el arte de la espada desde que era pequeño, y que le trajo como consecuencia un pequeño pero notable rasguño en la parte derecha del cuello. Sus pequeños ojos negros, herencia de su padre eran el mayor rasgo característico en conjunto con sus cejas finamente delineadas y pobladas también negras.
Esa tarde, Jehán regresaba de una expedición fructífera, que había durado más de cinco días, algo inusualmente largo, pues lo máximo que había realizado era tres días fuera de la aldea; pero esta excursión le había traído el conocer unos terrenos particularmente hermosos y tranquilos, donde el sol brillaba en el reflejo del rio Tamaria, algunos kilómetros mas abajo de donde se encontraba la aldea. Habiendo llegado a su destino, el lago Nibanza, acampó por un día ahí y siguió su camino aun mas abajo, pudo observar como el terreno cambiaba, pasando del bosque a la selva amazónica; la vegetación por lo tanto era diferente y los animales lo eran también. Cargando con él algunos ejemplares de plantas de ornato y algunas pieles de animales que había cazado, Jehán se aproximó al poblado recordando la experiencia del paseo.
Removió entre las alforjas del caballo los paquetes que traía con algunos artículos de colección: piedras con brillos extraños, trozos de madera con figuras desconocidas, una piedra fosilizada con un pequeño escarabajo y una flecha roja con insignias a lo largo del astil, eso fue lo que mas le llamó la atención, pues pocas veces había visto flechas talladas de esa manera.
Fuegos artificiales por encima de la aldea sorprendieron a Jehán que estaba por llegar a la aldea y apresuró el paso. Esa era la señal de que la intervención de los ancianos había terminado y por lo tanto seguía la hora de la cena, los bailes y los cánticos tan esperados por la población. Avistó a corta distancia la primera casa del poblado, llegando por la entrada principal que estaba cubierta con una empalizada y una media muralla de ladrillos mal construida y desgastada con el paso del tiempo. Se acercó más al interior de la aldea y siguió avanzando, su casa se encontraba algunas viviendas más al este de la entrada y por fin divisó su casa. Un hogar cuidadosamente construido con bloques de barro y techo de paja, una entrada en arco con puerta de madera desvencijada daban la bienvenida. Descabalgó y amarró su caballo a un aro que se encontraba en la fina cerca de madera, le quito las monturas y se las llevó consigo; atravesó el pequeño patio lleno de plantas medicinales que su tía cultivaba y entró. La casa vacía y con un olor a especias era la muestra que su familia estaba en el Festival del Agradecimiento y que además habían guisado su platillo favorito: cabrito adobado. Y era así. Descargó las monturas detrás de la puerta, se asomó a la parte trasera de la casa por una ventana circular y miró al corral; solo había seis de las siete cabras que había dejado cuando se fue de excursión, dos vacas gordas que había también en el corral lo miraron mientras majaban tranquilamente su pastura y el caballo que estaba metros mas retirado, estaba echado dormitando. Jehán sonrió al mirar su casa tan tranquila, con el fogón de la pequeña cocina casi extinto y se dirigió a su cama. Era una sensación reconfortante volver.
Se acostó en su cama, miro al techo e instintivamente se levantó. Tenía que asistir al Festival del Agradecimiento al igual que el resto de su familia. Observó detenidamente su casa y pudo notar que tanto su tía, su tío y sus dos primos, se habían puesto ropa de gala para la ocasión. Por lo que buscó en un cajón de madera al lado de su cama sus ropas: un pantalón semibombacho blanco, un chaleco negro con hilos plateados y su camisa de seda también blanca. Buscó también al lado de su cama los zapatos blancos de piel de oso comprados hacia mas de tres años a un mercader extravagante en las afueras del poblado, el cual le había asegurado que jamás se gastarían y que se conservarían intactos con el paso del tiempo, misteriosamente era así, aunque Jehán le atribuía ese hecho a que solo los utilizaba dos veces al año, una en cada Festival. Se aseó de manera rápida en un baño puesto al lado de la cocina, por la parte trasera de la casa y se arregló para salir, se untó loción de lavanda, regalo de su tía en su anterior cumpleaños, se cargó a la espalda su sable guardado en su funda y salió de la casa. Miró al caballo aun afuera del patio, amarrado en el aro de metal y lo dirigió al corral junto con el otro caballo, hecho el depósito se dirigió a la plaza central que distaba de algunos doscientos metros. Caminaba seguro y feliz y al andar miraba a las casas solas: la celebración era grande. Siguió avanzando por la calle empedrada a medias y llena de tierra y dobló a la derecha luego de una casa con un jardín enorme de rosales rojos. Algunos metros mas allá divisaba uno de los cuatro arboles de la plaza, pero algo ocurría. No se escuchaban ni los tambores, ni la algarabía de la gente por la fiesta, mucho menos el gritar de los niños al correr de un lado a otro. Corrió hasta llegar a la plaza y se quedó petrificado.
Centenas de personas en el suelo invadían la plaza con sangre corriendo por sus cuerpos y por sus ropajes, no había un solo ser que estuviera vivo, y el que iba levantándose cerca del fuego, un joven de mediana edad, fue rematado con una flecha que atravesó certeramente el pecho matándolo al instante.
Jehán quiso correr en auxilio de lo que veía, pero una fuerza poco común le inmovilizaba las piernas. Siguió de pie, quieto. Un mar de emociones se volcó en su mente al tratar de localizar desesperadamente a su familia. Un nudo en la garganta brotó de manera instantánea y lágrimas llenas de dolor cayeron de su cara. ¿Qué había ocurrido? Volvió la cabeza de manera rápida para tratar de descubrir de donde venia aquella flecha. No vislumbró nada. Pudo moverse para esconderse detrás de unos arbustos y justo en ese momento una cabalgata de diez hombres vestidos de negro, con largas capas y una insignia roja en la espalda revisaban el lugar. Verificaron que no hubiera ningún sobreviviente y un cuerno sonó indicando la retirada. Jehán se levantó de los arbustos y se fue aproximando a la plaza, precavido. Miraba a ambos lados para cerciorarse que no había aun esos jinetes, mientras estos salían de la escena en el lugar opuesto a donde estaba Jehán. Aun con precaución, se fue acercando más y más a la plaza y pudo mirar detenidamente el paisaje lleno de dolor. Los ancianos uno a uno fueron arrastrados a una zona especial y mutilados de distintas partes de su cuerpo hasta la muerte. Todos ensangrentados y mostrando signos de terror y desesperación en sus caras. Las mujeres también asesinadas con flechas y espadas mostraban el dolor en su rostro por el vano intento de proteger a sus hijos que igualmente fueron exterminados. Jehán reparó en que había muy pocos hombres, la mayoría de ellos de edad madura, faltaban los jóvenes. ¿Dónde estaban todos los demás?
Caminaba entre la mortandad buscando a su familia, pero era inútil, no veía rastro de ellos.
Se hincó cerca del cuerpo del joven que vio como fue rematado y para su pesar descubrió a su primo Vicenzo. Lloró callado al posar su cara sobre el estómago sangrado de su primo y así se quedó.
Pero no pudo quedarse mucho.
Una daga explosiva pasó zumbando por arriba de su espalda y atravesó el fuego, al hacerlo, ésta explotó y arrojó a Jehán metros de distancia del cuerpo de su primo. Un último jinete negro corría a caballo a toda velocidad hacia él, espada en mano. Jehán no pudo pensar, se levantó rápidamente y comenzó a correr entre el caserío. Lloraba aún pero el miedo de lo desconocido lo asaltaba y mas aun cuando sabía que peligraba su vida. Desesperado, limpiaba al correr su cara pues las lágrimas le nublaban la vista, mientras volteaba hacia atrás para ver a su cazador. Lo miró aun a galope mientras preparaba el arco con flechas. Jehán siguió su carrera saltando cuanto se le ponía enfrente, era el momento de hacer uso de lo aprendido en experiencias de sus excursiones. Saltaba paredes desesperado y llegó a una casa donde se ocultó. Tras la ventana cerrada por una tela semitransparente observaba al caballero que trataba de localizarlo en los alrededores. Sudando y con el corazón agitado, se tomó el abdomen lastimado a causa del golpe provocado por la explosión y respiro profundo. Cuestiones le venían a la cabeza, ¿Quiénes eran esos guerreros negros? ¿Por qué habían masacrado a toda una población? ¿Dónde estaban la mayoría de los hombres jóvenes de la aldea?
El recuerdo de su tía se hizo presente de nuevo y lloró. Olvidó toda precaución y fue descubierto pues una flecha rasgó la tela de la ventana y se clavó en la pared. Salió Jehán nuevamente en estampida mientras el caballero lo seguía y esta vez corrió en dirección al bosque. El aire se cortaba con el zumbido de las flechas, ninguna de las cuales atinó al blanco y pronto la aljaba del caballero se vació. Solo le quedaba la espada. Jehán continuó corriendo y se internó en el bosque que tenia el terreno agreste, lleno de arbustos y zarzales de moras que al correr por ellas manchaban el pantalón blanco que había perdido lo inmaculado del color.
Jehán prosiguió su travesía por el bosque que ahora le parecía desolado e infeliz y se internó en las profundidades. El caballero por su parte disminuyó su marcha y de su cintura sacó un potbordú, que hizo sonar tres veces en ocasiones distantes. Jehán lo escuchó y sin ganas pero determinado a salvar su vida corrió con fuerza renovada y siguió adentrándose en el bosque hasta que llegó al río Tamaria. El camino que había tomado lo conduciría al único puente colgante de la aldea que se encontraba a escasa una hora del pueblo y que unía a la aldea Zsam-jara con la Montaña Sagrada del Fuego. Ése sería su refugio. Pudo llegar al puente y lo cruzó, llegó a la Montaña Sagrada del Fuego y miró el tabernáculo labrado en la pared de ésta y para su pesar descubrió que la flama eterna había sido removida de su lugar.
Se postró de rodillas frente al altar, miró al cielo que mostraba las estrellas brillantes debido a la falta de luna y así se quedó, mirando al infinito espacio. Una ola de recuerdos le vino a la mente de nuevo y esta vez, sin temor lloró. Un grito ensordecedor, que fue amortiguado por el caudal del río Tamaria desgarró la noche mientras en Jehán una pregunta volaba por su mente: ¿Qué ha sucedido?
1 comentarios:
Amigo.. me has logrado atrapar en una historia tan desgarradora y emocionante.. hasta yo mismo sentia q iba corriendo.. seguire leyendo... Gracias por compartir esto :)
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